Yo no decidí los ojos tristes
Pero los he colgado como el estandarte
Del único territorio que conozco.
Andrea Rivas
Para Susan Sontag, la enfermedad era el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara, un espacio que todos nos veíamos obligados a transitar tarde o temprano. Pero yo, desde hace cuatro años y siete meses, me he convertido en una habitante permanente de ese otro lugar. Mi boleto de entrada, un ingreso al hospital psiquiátrico después de una serie de autolesiones e ideaciones suicidas, resultado de una crisis; mi diagnóstico, trastorno límite de personalidad, lo que me dio la residencia.
En ese tránsito acelerado entre una región y otra, entre el lado sano y el lado enfermo de la vida, me vi obligada a replantearme el concepto de identidad. Al igual que Susana Kaysen en Girl, Interrupted, estaba ante un diagnóstico que describía a mi personalidad, mi forma de experimentar el mundo, como el resultado de un trauma. ¿Quién era yo entonces? Estaba segura de que no era las relaciones inestables, ni la impulsividad o los arranques de ira, tal vez era mi actitud desafiante hacia la autoridad, era el miedo al abandono, las autolesiones, la desconexión con el mundo cuando me sentía abrumada y el profundo sentimiento de vacío. Seguía sin entender, estaba en el límite, sí, pero ¿en el límite de qué?
Cuando comencé a investigar más, me topé con una analogía, quizá la más conocida para hablar del trastorno límite, en la que nos comparan con una víctima de quemaduras de tercer grado. Vivimos con nuestra carne expuesta a las inclemencias del tiempo, sin ningún tipo de barrera que pueda protegernos. En ese momento no pude comprender por qué no lograba conectar con esta imagen. Quizá se debía a que el desborde constante de emociones era mi normalidad que percibía esa imagen como exagerada, o porque no quería verme como alguien llena de ampollas esperando a reventar con cada toque.
Si bien este tipo de ejemplos ayudan a las personas que nos miran desde afuera a comprender lo que experimentamos en nuestro día a día, un trastorno de la personalidad no es ninguna metáfora. Existe. Lo vivo. Recibir un diagnóstico que te acompañará toda la vida, como decía Sontag, “es darse de bruces contra la dureza del lenguaje”. Pero ahora podía explicar, en términos concretos y reales cómo me sentía, encontrar un tratamiento que me ayudara y, con un poco de esperanza, alcanzar el estado más cercano a la cordura. ¿Cierto?
La realidad es que yo estaba muy lejos de todo eso. Clínicamente, estaba loca. Mi personalidad entera era una desviación que debía de corregirse, en nombre de un mito construido por la psicología y la psiquiatría modernas, quienes me aseguraban que en alguna parte existe un estado mental que es la norma. Un estado idílico en el que se encuentra la mayoría de la población y en el que yo no encajaba.
Fue en nombre de ese mito que quedé en manos de la psiquiatría y del sistema de salud. El mismo sistema que me dijo que yo era una paciente con un trastorno mixto de ansiedad y depresión, y que un año después se tomó menos de diez minutos en diagnosticarme con TLP, internarme porque era una suicida en potencia y retacarme de medicinas.
Ojalá nadie me hubiera dicho que estoy loca. Entonces no lo estaría.
Kate Millett, Viaje al manicomio
Antidepresivos, antipsicóticos, uno que otro estabilizador del estado de ánimo y sedantes con un alto índice de dependencia forman parte de la larga lista de medicamentos que aparece en mi historial médico. En ese momento, los doctores no sabían cómo reaccionaría mi cuerpo o mi mente, pero me pedían creer en la efectividad de los tratamientos. Y lo hice. Acepté medicarme, a ciegas y sin ningún tipo de cuestionamientos, como si de una religión se tratase. ¿Y cómo podía cuestionarlos cuando yo no entendía el lenguaje con el que me hablaban, tan meticulosamente pulido, técnico y distante, en el que yo pasaba a ser un sujeto de prueba?
Y lo era. Sí que lo era. Experimenté toda clase de efectos secundarios: desde la ansiedad causada por la fluoxetina, el insomnio que acompañó a la sertralina y que tuvieron que contrarrestar aumentando la dosis de clonazepam, el aumento de peso que trajo consigo la quetiapina, hasta las arritmias cardiacas que me causó la risperidona. Nada funcionaba.
Seguía igual de inestable y la única diferencia radicaba en mi incapacidad para llorar o tener un orgasmo. Pero había algo de romántico y trágico en todo esto.
Contrario a Kate Millet, quien rechazó de manera tajante la etiqueta de maniaco depresiva y se volvió una ferviente detractora de las prácticas psiquiátricas, yo había abrazado mi diagnóstico. Después de todo, me encontraba en un ambiente en el que las enfermedades mentales estaban idealizadas. Nadie lo decía abiertamente, tampoco era necesario hacerlo. Sin embargo, por más detractores de las tradiciones literarias, o por más contraculturales y revolucionarios que quisiéramos ser, en la facultad de letras la tradición romántica que enaltecía el sufrimiento y lo coronaba como una inagotable fuente de creatividad seguía muy viva.
¿A caso no era el sufrimiento lo que volvía tan cruda, tan real, la poesía de Plath, de Pizarnik, de Storni y de tantas otras autoras locas, suicidas y completamente fascinantes a las que todas queríamos emular, esperando que la locura nos dotara también de esa sensibilidad? ¿No nos sentíamos terriblemente conmovidas por aquellas mujeres románticas, jóvenes y hermosas que se consumían de tuberculosis y de desamor? ¿No había algo de aterrador y fascinante en la figura de la loca en el ático? Todas esas preguntas rondaban por mi cabeza en cada desborde emocional. Y de repente era Aquiles montando en cólera. Era Madame Bovary, viviendo en su propio mundo para escapar de la realidad y apurando el arsénico cuando no vio otra salida. Era Anna Karenina abandonando todo por amor, sufriendo el ostracismo y arrojándose a las vías del tren. También era Dido consumiéndose en la hoguera.
Si tenía que identificarme con algo para hablar de mi locura, yo no quería ser una víctima de quemaduras a merced del exterior. Sí, estaba enferma, estaba loca, más concretamente, estaba trastornada. Mi sentir exacerbado era una sentencia de por vida. Y eso me volvía interesante. Después de todo, incluso Sontag consideraba que “siguiendo los criterios románticos sobre el carácter y la enfermedad, estar enfermo por exceso de pasión no deja de tener su encanto”. Mis arrebatos y mis cambios de humor eran el síntoma de una profunda sensibilidad que me permitía experimentar el mundo de una forma diferente, más profunda.
Y es ese exceso de pasión lo que me ha mantenido viva. La tristeza que me consumía se convirtió en un impulso, en una fuerza creadora que me permitía enunciar mi propio padecimiento fuera del molde establecido por la psiquiatría. No era una paciente limítrofe. Mi personalidad se encuentra más allá de los criterios diagnósticos en los que buscaban encajarme. Y mi sensibilidad exacerbada ya no era algo que quisiera suprimir o controlar.
Escribo
para que el agua envenenada
pueda beberse.
Chantal Maillard
Pero aprender a vivir con un trastorno de la personalidad no es sencillo. Mucho menos cuando los mismos terapeutas te etiquetan como una paciente difícil. Difícil porque decidí abandonar los medicamentos. Difícil porque las respuestas que obtenía en terapia eran insuficientes. No necesitaba libros de autoayuda ni me interesaba sanar a mi niña interior. Quería soluciones para la adulta que era y que esas soluciones no implicaran adormecer mis emociones.
Buscando esas soluciones llegué a los mad studies, o estudios sobre la locura, que buscaban hablar de las enfermedades y las neurodivergencias desde la experiencia personal, algunos en términos académicos, sí, pero alejados de la narrativa psiquiátrica en la que existe una distancia tangible entre el diagnóstico y la persona. Leer que podía experimentar todo el rango de emociones humanas, que podía estar triste y aun así vivir una vida satisfactoria cambió mi perspectiva de las cosas. No tenía que romantizar mi tristeza, ni mis episodios de euforia o depresión, si no entender que podía hacer algo a pesar de ellos y dejar de concebirlos como una limitante.
Podía construir una vida bajo mis propios parámetros. No tenía que aislarme, ni creer en el estigma que se ha creado alrededor de mi trastorno, y que me llevó a ocultarlo durante bastantes años. Saber que desde la neurodiversidad y la locura podía encontrar la plenitud me permitió renunciar a la idea de alcanzar ese estado mental conocido como neurotipia, que tanto me había frustrado, y a mis intentos por emularla. También pude renunciar a mis ideaciones suicidas.
Descubrí que presentarme como una persona con trastorno límite es un acto político a través del cual deseo reafirmar mi identidad. Que si elijo hablar de este trastorno no es desde el enfoque de un diagnóstico psiquiátrico, sino de mi experiencia, sin caer en la autocompasión, la idealización o el estigma. Porque he atravesado por todas esas perspectivas y sé el daño que pueden causar, no sólo a mí, también a aquellos que me rodean.
Con esto en mente, me he propuesto hablar del TLP desde la dignidad. Poder hablar sobre mí y cómo he aprendido a sobrellevar este trastorno desde la escritura. ¿Y por qué desde la escritura?, se preguntarán. Es porque sólo a través de ella me creo capaz de reivindicarme. Porque han sido textos como este los que me permitieron reflexionar sobre mis vivencias, comprender que no se trata de estar tristes o en desborde emocional todo el tiempo, sino de aceptar nuestros sentimientos y dejar de estar avergonzadas por ellos. Dejar de ocultar el sufrimiento que atravesamos, optar por construir una realidad en la que seamos visibles. De reclamar la pertinencia de nuestros cuerpos, identidades y, por supuesto, de nuestras vidas.
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